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25 de septiembre de 2010

Historias de mis vecinos II

Foto: Alejandro Azcuy


DESPUÉS DEL DISCURSO Del nuevo presidente. Después que anunciara el fin de todas las gratuidades, mi vecino, que por varios años consecutivos había sido galardonado como trabajador vanguardia de su fábrica, decidió cesar su esfuerzo incesante. Ese que día a día, aportaba en su centro laboral. No trabajaría más hasta que le pagaran un salario que le permitiera costearse unas vacaciones al año, aunque sea en el peor hotel de Cuba, para no ser exigente porque soy revolucionario, aclaraba. Estaba acostumbrado a ir cada verano con su esposa e hijas a un balneario y disfrutar una semana de tranquilidad alimenticia. Era su estímulo. Se sentó, como en el proverbio árabe, en la puerta de su casa, que no llega a ser ni siquiera una cabaña. Sus techos están ladeados, las paredes han perdido su vestidura y los ladrillos, expuestos a la intemperie, cedieron a unas rajaduras que permiten saber, desde la calle, en cuál pieza de la casa están sus moradores. Por lo tanto, para ser precisos, a partir de ahora,
ya sin las “ventajas socialistas”, la llamaremos covacha o kimbo. Y se sentó, les decía, a la puerta de su hogar. Se arrancaría de las manos los callos creados en tantos años, mientras llega la muerte o un destino más soportable. No tardaron en llegar los representantes de la Casa del Combatiente y el Secretario del núcleo del Partido. Todo buen trabajador es comunista, según le dijeron, pero si deja de honrar a la clase obrera entonces ya no es militante. Al marcharse decidieron retirarle el carné color púrpura.

Luego lo visitaron los dirigentes de la fábrica y quedaron sorprendidos por las condiciones paupérrimas de su morada. Mi vecino al principio no supo a qué carajo se referían, cuando le expliqué, respondió con una mentada de madre. Los jefes le hicieron saber que desde su ausencia, nadie entiende la vieja
máquina que ahora se mantiene rota la mayor parte del tiempo. Comenzó el incumplimiento de los convenios con clientes en el extranjero y las quejas. La demora de los pagos por la mercancía se ha ido ampliando, lo que hace imposible que la fábrica sea rentable y en consecuencia, adiós la “emulación
socialista”.

Con paciencia y dolor mi vecino les explicó que se había puesto viejo sin lograr nada. Cuando de niño comencé a trabajar con los dueños americanos, me parecía injusto que los jefes se fueran de vacaciones para Nueva York, y sus hijos, hasta malos estudiantes, no aprovecharan la suerte de nacer con dinero. Pero también es verdad que cuando comencé a trabajar pronto compré esta casita nueva, y mi vida cambió.

Después del cincuenta y nueve, cuando vi que los hijos de los propietarios y sus secuaces no irían de vacaciones con mi esfuerzo, me entregué al proceso. Estuve en la lucha contra bandidos, en Girón, Argelia, Angola, Nicaragua, Etiopía y me olvidé de mí y de mi familia. En la fábrica me daban un salario suficiente para sobrevivir y nunca me quejé. Cuando llegó el período especial, entonces me dieron una jabita con productos. Luego quitaron esa entrega y nos dieron diez chavitos; al poco tiempo los suprimieron también. Entonces me concentré en ganarme las vacaciones para disculparme ante la
familia y callarles la boca.

–¿Ahora qué les digo?.. Me quedé sin justificaciones.

20 de septiembre de 2010

Historias de mis vecinos I


Foto Alejandro Ascuy

TODA LA NOCHE ESCUCHÉ Llorar a la esposa de mi vecino. A intervalos aseguraba estar cansada. Muy cansada, insistía. La mayor parte del tiempo el esposo no le respondía, pero al hacerlo coincidía: yo también. Luego llegaba el gemido de ella, esa manera entrecortada que hace recordar el llanto de la
niñez. La angustia me fue creciendo y el sueño se fue alejando. Me acostumbré. El lamento llegó a ser una música inevitable.

En la mañana el golpe de los martillos me hizo asomar a la ventana. Mi vecino, junto a sus dos hijos adolescentes, arma una balsa con varios tanques vacíos. Miré al techo y ya no tenían para almacenar agua. Mi vecina estuvo todo el día encerrada en la casa. No abrió las ventanas, seguramente para no mirar la preparación de la fuga familiar.

En la tarde ya tenían lista la embarcación. Un camión con nevera climatizada vino a buscar la balsa. Los tres hombres fueron entrando a la casa para despedirse, uno a uno. Regresaban aún más tristes, como si fuera posible aumentar tanta carga de angustia.

Antes de cerrar la puerta de la nevera volvieron a mirar hacia la casa, quizá esperando verla a ella por última vez. Pero no asomó. Le entregaron el dinero al camionero que luego de contarlo, se puso en marcha. Cuando los vecinos vieron a los perros correr detrás del camión no pudieron entender su desesperación.

Pasaron largos días y ella se mantuvo encerrada dentro de la casa. A veces los vecinos preocupados la llamaban con algún pretexto pero no respondía.

Una hermana que vino del campo rompió la puerta. Los médicos aseguraron que su familia aún no había puesto la balsa en el agua y ella ya se había envenenado.

17 de septiembre de 2010

Bloguear a ciegas




POR ESTOS DÍAS TENGO LA Esperanza de leer mi blog por primera vez. Algunos amigos que lo han visto me lo describen, y siento el mismo placer que cuando me hablan de mis hijos. Me sugirieron que comprara una tarjeta que permite el servicio en los hoteles para entrar en el ciberespacio. Luego de dos meses y medio de iniciado ese sitio, aún no he podido verlo. Tengo ansiedad por leerlo, palparlo, olerlo. Imaginar su diseño me brinda una sensación de ternura. Por estos días un anciano me preguntó si estaba seguro que fuera de esta isla existía civilización.

Levanté los hombros, creo que sí, le respondí. Y me miró un largo rato, buscando la verdad perdida. Es que, me dijo, ¿cómo es posible que nos hayan olvidado?... Me cansé de lanzar botellas al mar, me aseguró. Me cansé, volvió a repetir y se alejó rumiando. Por estos días una señora me ha dicho que las escenas de guerras de los noticieros le parecen filmadas en estudios secretos de televisión. Le dije que no: en otras partes también existen contradicciones sociales, pugnas políticas, hambrunas, enfermedades, etc. Es que nunca, me aseguró ella, muestran la felicidad, salvo en las noticias nacionales donde todo marcha bien, y se cumplen los planes, y las personas entrevistadas son felices, y no se quejan, ni tienen molestias, ni ideas diferentes… ¿Afuera la gente siempre se mata? A veces, respondí. Entonces, prosiguió, ¿ellos no comen manzanas, no viajan en cruceros, no hay votaciones pacíficas? En algunas partes, le dije. La mujer se mantuvo mirándome.

Seguramente eres uno de ellos, aseguró. ¿Quiénes?, quise saber. Esos que redactan las noticias nacionales llenas de felicidad y nos hacen creer que vivimos en el paraíso… Hazme un favor, me solicitó, estoy perdiendo la vista, si intento dirigirte la palabra otra vez recuérdame que eres tú, así me evitaré el mal rato… Al regreso a casa puse el noticiero, los afganos corrían de un lado a otro. Tuve la duda si en el fondo creí ver un campo de caña, y hasta el humo de una chimenea de central. Me acerqué al televisor y lo apagué.

Por estos días también me han “Interrumpido el Servicio de Correo Electrónico”. Ahora, voy por La Habana detrás de un alma caritativa que suba un texto a mi espacio, y esto me hace recordar la emoción que sentía en aquellos primeros años de escritura cuando erraba por la ciudad intentando encontrar una máquina de escribir con buena cinta, y alguien que tecleara a escondida de su jefe varias cuartillas de un cuento que participaría en un concurso literario. No me quejo. Desde el principio supe lo que iba a suceder por elegir tener un “estatus” de escritor dentro de la isla, por ende, algunos beneficios, o lograr un espacio para escribir los problemas que me rodean y angustian, y por extensión, recibir ataques institucionales.

Por estos días en La Habana se elevó el costo de la palabra escrita. Un propietario de correo autorizado le cobraba un cuc el servicio de comunicación con familiares en otros países, o a las jineteras que mantenían sus contactos con extranjeros. A partir del año pasado que intentaron negar el acceso a los
cubanos a conectarse desde los hoteles, el alquiler de los particulares ha escalado a tres cuc, y dicen que antes que termine el mes aumentará a cinco.

Por estos días tengo duda: no sé si la palabra sube de precio o ha perdido su valor.

1 de septiembre de 2010

Diario en la cárcel V (La madre)

Foto: AP

Entra al salón en busca de su hijo, en la visita anterior le dijeron que por indisciplina lo mandaron a la celda de castigo, allí estaría veintiún días, con media ración de comida y sin sol; así que para verlo, debía esperar al mes siguiente.

Ahora, ella busca entre decenas de presos con sus familiares, sin encontrar a su hijo; es imposible no reconocerlo, los guardias debieron equivocarse y y dejarlo entrar de la galera. Va hasta la puerta a preguntarle a los oficiales; su hijo no está. Ellos insisten en que sí, y le enseñan la foto en la tarjeta que todos tienen como identificación.

La madre regresa al salón y pacientemente busca uno por uno. Al llegar al final y no encontrarlo
comienza a llorar, pero comprende que pierde tiempo y que luego los guardias no se lo tendrán en cuenta, así que supera su nerviosismo y reinicia la búsqueda, también infructuosa.

Cuando la vuelven a ver angustiada, los guardias se enfurecen, le dicen que su hijo sí está, que por favor, si ella no lo crió que busque a la persona que lo hizo para que le indique dónde está.

Prefiere callar, sin aclarar que crió a sus hijos sola y nunca tuvo quien la ayudara. Y repasa nuevamente cada rostro. Cuando revisa y no lo encuentra, le da vergüenza molestar otra vez a los sargentos.

En el salón, sólo hay un muchacho que duerme, solitario, con el rostro escondido entre sus brazos, pero por mucho que lo mira, nada le indica que sea su hijo. Esta pelado a rape, su cabeza es demasiado pequeña, los brazos flacos, la piel muy blanca y la espalda estrecha. Su hijo es alto y fuerte. Aunque le llama la atención que todos los presos estén con su familia y él no. Se acerca, desconsolada, a pesar de saber que lo hace por gusto.

Con temor, lo toca por el hombro; el muchacho levanta la cabeza y la abraza.